SIGNOS
Mínima poemática: “Aquí termina todo./Tú te mereces/alguien más fuerte,/más sano,/más alegre,/más libre./Aquí comienza todo”. Generosidad, así se titula el poema (¡o lo que diablos sea!), pero cualquiera de los signos empleados, en la tarea imposible de expresar lo inexpresable, podrían ser reemplazados por otros signos alternativos e intercambiables y siempre llegaríamos a un mismo límite que se asoma ante nosotros como una muralla infranqueable. Mi vida es mucho más sencilla que la sencillez de los objetos que me rodean, pero a veces parece que quisiera encaminarme hacia un laberinto inaplazable, ¡la vida! (¿quiere de mí algo concreto, debo de hacerme persona de nuevo, a pesar de la inquietud de las corrientes, responder a una pregunta?), y es entonces que comienzo a albergar serias dudas. Son horas en que alterno, emplazado por el juego que hoy se juega (la jornada electoral de la política) los signos de siempre con signos que responden a obligaciones varias, a ese estilo o Gran Política donde debe expresarse el ciudadano, una vez al menos una vez al día de todos los días de su vida, una vez al menos cada cuatro años. Porque, como aclara Fernando Savater en su Diccionario del ciudadano sin miedo a saber, la ciudadanía, al menos entendida desde la óptica griega, implica y exige la actividad política, la colaboración en la toma de decisiones. Y, quien no participa en la política, reducido simplemente a su particularidad y por tanto incapaz de comprender su condición necesariamente social y vivirla como una forma de libertad, es considerado por los griegos como un auténtico “idiota”. Por todo ello, he hecho el mínimo esfuerzo, el que pocas veces hago (¡ah, el idiota!), y he intentado llenar algunas horas, apenas unos minutos, despellejados al signo, a los deberes inherentes a un ciudadano corriente. Y he paseado por la plaza de la Ópera y he escuchado atentamente las palabras de Álvaro Pombo: “buzoneamos nosotros mismos las listas electorales. Pagamos a escote lo que consumimos después de los mítines. Mucha birra, vino tinto y patatas bravas. Y no nos consideramos resistentes o heroicos”. Después, he guardado en el disco duro de la máquina un Programa Electoral de más de cien páginas (que iré leyendo más tarde, sin urgencias cronológicas) y he buscado otras noticias posibles y otras razones que justifiquen los signos, a la espera de la hora señalada, a la espera de la hora en que se juega. Así, me voy acostumbrando también a la vida, y me voy sintiendo persona, más vivo, a medida que conozco mi medida y después de organizadas las palabras. No obstante, nada parece salvarme de la amenaza segura de esa clave que expresaba más arriba (la tensión de una pregunta, de la sombra o del enigma) y que observo firmemente a cada paso, a cada movimiento del cuerpo en el tiempo y el espacio, a cada trozo de vida. “Antiguamente –comenta Pausanias-, los griegos considerados como sabios solían desarrollar sus discursos por medio de enigmas, y no mediante una argumentación coherente”. Y Esquilo, en Agamenón, expresa la materia indefensa de lo humano y muestra la herida y la mortal evidencia: “Aún no he entendido: pues ahora, con tanto enigma y tanto oráculo indescifrable, me encuentro confuso”. El enigma, así entendido, puede costarte la vida. La formulación de un enigma –explica Giorgio Colli en El Nacimiento de la filosofía- va acompañada de una carga tremenda de hostilidad. Y, quien cae en la trampa del enigma, irremediablemente, está destinado a la perdición. Pero ahora queda lejos la Grecia Arcaica, y la jornada de reflexión de este juego (el juego del estilo, el de la Gran Política) queda empañada por los aires que llegan, malsanos, desde Mondragón-Arrasate: el asesinato de Isaías Carrasco que, como reza el epitafio de Willy Brandt, el que fuera canciller socialista de la Alemania federal: “Se tomó la molestia”. Con la noticia ya a cuestas, intento escribir algún poema (¡o lo que diablos sea!), pero entonces me abandonan las palabras. Tampoco intento eliminar las lágrimas: me revelo contra la “desertización sentimental” de la que habla Eugenio Borgna, Catedrático de la Clínica de Enfermedades Nerviosas en la Universidad de Milán, al que cita Vicente Verdú en su columna del sábado: “Los espectadores lloran acaso en la oscuridad del cine o en la clausura de las consultas pero se controlan duramente en el transcurso de su vida visible”. Y entonces lloro. Y sí, ¡porqué negarlo!, estoy rodeado de libros y periódicos, sepultado bajo miles o millones de signos. Y, cuando llega la noche, cuando intento hacer resumen de todo lo vivido y todo lo soñado, me entrego a la lectura de la Carta de Lord Chandos, de Hugo von Hofmannsthal, donde un joven escritor, sumido en una profunda crisis, cuenta la experiencia del contacto, inaprensible, con el mundo y con los signos, la multiplicidad aplastante e infinita de la vida, la imposibilidad del pensamiento y la negación futura de la escritura: “Mi caso es, en resumen –explica Lord Chandos a Francis Bacon-, el siguiente: he perdido por completo la capacidad de pensar o hablar coherentemente sobre ninguna cosa”. A esas horas, yo ya tengo la misma sensación que, habitualmente, también a lo largo del día, me invade y me acompaña. Lord Chandos, entonces, se transforma en buen amigo, y vamos juntos, hacia la hora final, cruzando signos y páginas, cabalgando juntos por valles y colinas insondables, la noche se transforma en un abismo, los ojos pesan, y nadie resuelve los enigmas. En La herrumbre de los signos, el hermoso ensayo de Claudio Magris que acompaña a la Carta de Lord Chandos en la edición de Alianza Editorial, leo frases que parecen hablarme de mí mismo, aunque la crisis de Chandos se remonte a la crisis de un siglo, el siglo XX, que apenas comenzaba a mostrar sus cartas, a dar sus primeros pasos, a reclamar su origen; aunque Hofmannsthal sitúe la Carta de Lord Chandos, cronológicamente, en el Anno Domini 1603, este 22 de agosto. “En cambio el estimulo golpea –escribe Magris-, provoca una reacción forzosa, intensa pero inconsciente; el bombardeo de estímulos a que se ve expuesto el hipersensible Lord es tan multiforme que provoca reacciones sobreexcitadas y no permite respuestas unívocas”. ¿Estímulos exteriores, hipersensibilidad, respuestas indecisas? ¿No es esa, precisamente, la parte inenarrable de mi crimen, la realidad de un dolor, terrible, que no se transforma ni se extingue? ¿Y la imposibilidad, ante la inconmensurable exposición de la vida, de la escritura, de los signos, del poema? “El poeta que ya no domina los signos no puede plantearse proyecto alguno, sino únicamente esperar y recibir, como un vaso de elección místico, una iluminación que no tiene la facultad de provocar ni retener”. ¿Y el silencio, entonces, el sonido insoportable del silencio? “Música y álgebra –concluye Magris- retienen, pitagóricamente, el ritmo secreto del mundo, que el poeta reducido a instrumento receptivo de los conductos de la vida únicamente puede escuchar. La forma es además Aufhebung (sie hebt es auf) de la materia, es su superación y eliminación. Poesía y retórica, vida y forma se escinden; el significante –la palabra- no logra ya evocar el sentido de las cosas ni las fantasías de la mente; la obra concluida no corresponde jamás a esa nostalgia de forma que impulsará al escritor a componer la obra. Como para Wittgenstein o Fritz Mauthner, también para Lord Chandos existe una verdad última irreductible a la expresión, y él debe resignarse a hablar no de la vida, sino solamente de su incapacidad de nombrarla”. ¿Y dónde queda, mientras tanto, el juego ciudadano del estilo, de la Gran Política? ¿Qué signos (que más tarde deberán transformarse en hechos) nos ayudarán a entender, aprehender y a modificar el mundo? El mundo, no obstante, desde cierta perspectiva filosófica, resulta del todo intransformable. El complejo vida/mundo, a la vez fascinante y horrible, debe ser aceptado con la jovial afirmación del amor fati nietzscheano. Nada ni nadie va a transformar ni a gobernar, jamás, lo ingobernable. “El mundo –como escribió Wittgenstein- es todo lo que es el caso”. Durante su estancia en Puchberg, Wittgenstein replicó a un minero del pueblo, Heinrich Postl, que había expresado a éste su deseo de mejorar el mundo: “Pues mejórese a usted mismo; eso es lo único que puede hacer para mejorar el mundo”. Pero, llegados a este punto, ¿dónde queda subsumida nuestra activa condición de ciudadanos? ¿Cómo luchar y alcanzar mayor libertad y mayor justicia? ¿Con qué signos deberemos desvelar y trabajar conceptos del mundo como Ciudadanía, Constitución, Derecha, Izquierda, Diálogo, Estado, Identidad, Inmigración, Laicismo, Nacionalismo, Opinión pública, Opinión Personal, Parlamento, Paternalismo, Paz, Políticos, Progresista, Reaccionario, Pueblo, Sectarismo, Separación de Poderes, Terrorismo, Tolerancia? También aquí nos encontramos, mucho me temo, ante la presencia inevitable del enigma, de la lucha a muerte entre contrarios, y de la contradicción insalvable que puede costarnos la vida. Termino la jornada abriendo un libro de Massimo Cacciari, Profesor de Estética del Instituto de Arquitectura de la Universidad de Venecia, diputado nacional por el Partido Comunista durante dos periodos (1976-1983), y Alcalde de Venecia, desde fines de 1993, por el Partido Democrático de Izquierda. Termino la jornada y dejo una puerta abierta a cierto pensamiento que supone la posibilidad de, como explica Mónica B. Cragnolini en un artículo sobre la obra de Cacciari, “un metalenguaje a partir del cual juzgar los otros lenguajes particulares, mostrando (a la manera de Wittgenstein) los “errores” cometidos por los mismos. “Hacer visible mostrando” las diversas lecturas y los diversos lenguajes que generan la crisis del pensamiento frente a las grandes síntesis de la dialéctica. Aceptar que el así llamado “pensamiento negativo”, caracterizado generalmente como “irracionalismo”, es en realidad un intento de respuesta a esta crisis, intento que se especifica en la creación de “nuevos órdenes”. “El pensamiento negativo –comenta Cragnolini- es aquel que responde a la dialéctica hegeliana rechazando la posibilidad de las síntesis últimas. Sin embargo, esta constatación trágica de la inconciabilidad de las contradicciones no genera una respuesta puramente nihilizante, sino que da lugar a la posibilidad de nuevos lenguajes, nuevos ordenamientos, una vez desaparecidas las “grandes totalidades”. Y así, en estos términos, en Lo impolítico nietzscheano, Cacciari nos acerca a las últimas palabras (a los últimos signos del día) del absolutamente nietzscheano Humano, demasiado humano: “quien también sólo en una cierta medida ha llegado a la libertad de la razón, no puede no sentirse sobre la tierra más que como un caminante –por lo tanto no un viajante dirigido a una meta final: porque ésta no existe. Bien querrá, en cambio, mirar y tener los ojos bien abiertos, para darse cuenta de cómo proceden todas las cosas del mundo (...) debe haber en él mismo algo de errante, que encuentre su alegría en la mutación y en la transitoriedad. Ciertamente, para un hombre tal vendrán malas noches en vela (...) pero luego vendrán, como recompensa, las deliciosas mañanas de otras comarcas y de otros días (...) cuando, en el equilibrio del alma matinal, él recogerá los dones de todos aquellos espíritus libres que habitan sobre el monte, en el bosque y en la soledad, y que semejantes a él, en su manera ora alegre, ora meditabunda, son caminantes y filósofos. Nacidos de los misterios de la mañana, ellos meditan cómo es posible que el día, entre el décimo y el duodécimo repique de campana, pueda tener un rostro tan puro, tan luminoso, tan transfiguradamente sereno. Sólo espectros semejantes verán de cuando en cuando nuestros nietos, en plena luz diurna, mientras el sol entrará a través de ventanas cerradas y desde la torre, ya no negras campanas, sino jubilosos toques de tromba, anunciarán la amable hora meridiana”.
Anno Domini 2008, este 8 de marzo.