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das Mystische 2.1

SIGNOS

SIGNOS

Mínima poemática: “Aquí termina todo./Tú te mereces/alguien más fuerte,/más sano,/más alegre,/más libre./Aquí comienza todo”. Generosidad, así se titula el poema (¡o lo que diablos sea!), pero cualquiera de los signos empleados, en la tarea imposible de expresar lo inexpresable, podrían ser reemplazados por otros signos alternativos e intercambiables y siempre llegaríamos a un mismo límite que se asoma ante nosotros como una muralla infranqueable. Mi vida es mucho más sencilla que la sencillez de los objetos que me rodean, pero a veces parece que quisiera encaminarme hacia un laberinto inaplazable, ¡la vida! (¿quiere de mí algo concreto, debo de hacerme persona de nuevo, a pesar de la inquietud de las corrientes, responder a una pregunta?), y es entonces que comienzo a albergar serias dudas. Son horas en que alterno, emplazado por el juego que hoy se juega (la jornada electoral de la política) los signos de siempre con signos que responden a obligaciones varias, a ese estilo o Gran Política donde debe expresarse el ciudadano, una vez al menos una vez al día de todos los días de su vida, una vez al menos cada cuatro años. Porque, como aclara Fernando Savater en su Diccionario del ciudadano sin miedo a saber, la ciudadanía, al menos entendida desde la óptica griega, implica y exige la actividad política, la colaboración en la toma de decisiones. Y, quien no participa en la política, reducido simplemente a su particularidad y por tanto incapaz de comprender su condición necesariamente social y vivirla como una forma de libertad, es considerado por los griegos como un auténtico “idiota”. Por todo ello, he hecho el mínimo esfuerzo, el que pocas veces hago (¡ah, el idiota!), y he intentado llenar algunas horas, apenas unos minutos, despellejados al signo, a los deberes inherentes a un ciudadano corriente. Y he paseado por la plaza de la Ópera y he escuchado atentamente las palabras de Álvaro Pombo: “buzoneamos nosotros mismos las listas electorales. Pagamos a escote lo que consumimos después de los mítines. Mucha birra, vino tinto y patatas bravas. Y no nos consideramos resistentes o heroicos”. Después, he guardado en el disco duro de la máquina un Programa Electoral de más de cien páginas (que iré leyendo más tarde, sin urgencias cronológicas) y he buscado otras noticias posibles y otras razones que justifiquen los signos, a la espera de la hora señalada, a la espera de la hora en que se juega. Así, me voy acostumbrando también a la vida, y me voy sintiendo persona, más vivo, a medida que conozco mi medida y después de organizadas las palabras. No obstante, nada parece salvarme de la amenaza segura de esa clave que expresaba más arriba (la tensión de una pregunta, de la sombra o del enigma) y que observo firmemente a cada paso, a cada movimiento del cuerpo en el tiempo y el espacio, a cada trozo de vida. “Antiguamente –comenta Pausanias-, los griegos considerados como sabios solían desarrollar sus discursos por medio de enigmas, y no mediante una argumentación coherente”. Y Esquilo, en Agamenón, expresa la materia indefensa de lo humano y muestra la herida y la mortal evidencia: “Aún no he entendido: pues ahora, con tanto enigma y tanto oráculo indescifrable, me encuentro confuso”. El enigma, así entendido, puede costarte la vida. La formulación de un enigma –explica Giorgio Colli en El Nacimiento de la filosofía- va acompañada de una carga tremenda de hostilidad. Y, quien cae en la trampa del enigma, irremediablemente, está destinado a la perdición. Pero ahora queda lejos la Grecia Arcaica, y la jornada de reflexión de este juego (el juego del estilo, el de la Gran Política) queda empañada por los aires que llegan, malsanos, desde Mondragón-Arrasate: el asesinato de Isaías Carrasco que, como reza el epitafio de Willy Brandt, el que fuera canciller socialista de la Alemania federal: “Se tomó la molestia”. Con la noticia ya a cuestas, intento escribir algún poema (¡o lo que diablos sea!), pero entonces me abandonan las palabras. Tampoco intento eliminar las lágrimas: me revelo contra la “desertización sentimental” de la que habla Eugenio Borgna, Catedrático de la Clínica de Enfermedades Nerviosas en la Universidad de Milán, al que cita Vicente Verdú en su columna del sábado: “Los espectadores lloran acaso en la oscuridad del cine o en la clausura de las consultas pero se controlan duramente en el transcurso de su vida visible”. Y entonces lloro. Y sí, ¡porqué negarlo!, estoy rodeado de libros y periódicos, sepultado bajo miles o millones de signos. Y, cuando llega la noche, cuando intento hacer resumen de todo lo vivido y todo lo soñado, me entrego a la lectura de la Carta de Lord Chandos, de Hugo von Hofmannsthal, donde un joven escritor, sumido en una profunda crisis, cuenta la experiencia del contacto, inaprensible, con el mundo y con los signos, la multiplicidad aplastante e infinita de la vida, la imposibilidad del pensamiento y la negación futura de la escritura: “Mi caso es, en resumen –explica Lord Chandos a Francis Bacon-, el siguiente: he perdido por completo la capacidad de pensar o hablar coherentemente sobre ninguna cosa”. A esas horas, yo ya tengo la misma sensación que, habitualmente, también a lo largo del día, me invade y me acompaña. Lord Chandos, entonces, se transforma en buen amigo, y vamos juntos, hacia la hora final, cruzando signos y páginas, cabalgando juntos por valles y colinas insondables, la noche se transforma en un abismo, los ojos pesan, y nadie resuelve los enigmas. En La herrumbre de los signos, el hermoso ensayo de Claudio Magris que acompaña a la Carta de Lord Chandos en la edición de Alianza Editorial, leo frases que parecen hablarme de mí mismo, aunque la crisis de Chandos se remonte a la crisis de un siglo, el siglo XX, que apenas comenzaba a mostrar sus cartas, a dar sus primeros pasos, a reclamar su origen; aunque Hofmannsthal sitúe la Carta de Lord Chandos, cronológicamente, en el Anno Domini 1603, este 22 de agosto. “En cambio el estimulo golpea –escribe Magris-, provoca una reacción forzosa, intensa pero inconsciente; el bombardeo de estímulos a que se ve expuesto el hipersensible Lord es tan multiforme que provoca reacciones sobreexcitadas y no permite respuestas unívocas”. ¿Estímulos exteriores, hipersensibilidad, respuestas indecisas? ¿No es esa, precisamente, la parte inenarrable de mi crimen, la realidad de un dolor, terrible, que no se transforma ni se extingue? ¿Y la imposibilidad, ante la inconmensurable exposición de la vida, de la escritura, de los signos, del poema? “El poeta que ya no domina los signos no puede plantearse proyecto alguno, sino únicamente esperar y recibir, como un vaso de elección místico, una iluminación que no tiene la facultad de provocar ni retener”. ¿Y el silencio, entonces, el sonido insoportable del silencio? “Música y álgebra –concluye Magris- retienen, pitagóricamente, el ritmo secreto del mundo, que el poeta reducido a instrumento receptivo de los conductos de la vida únicamente puede escuchar. La forma es además Aufhebung (sie hebt es auf) de la materia, es su superación y eliminación. Poesía y retórica, vida y forma se escinden; el significante –la palabra- no logra ya evocar el sentido de las cosas ni las fantasías de la mente; la obra concluida no corresponde jamás a esa nostalgia de forma que impulsará al escritor a componer la obra. Como para Wittgenstein o Fritz Mauthner, también para Lord Chandos existe una verdad última irreductible a la expresión, y él debe resignarse a hablar no de la vida, sino solamente de su incapacidad de nombrarla”. ¿Y dónde queda, mientras tanto, el juego ciudadano del estilo, de la Gran Política? ¿Qué signos (que más tarde deberán transformarse en hechos) nos ayudarán a entender, aprehender y a modificar el mundo? El mundo, no obstante, desde cierta perspectiva filosófica, resulta del todo intransformable. El complejo vida/mundo, a la vez fascinante y horrible, debe ser aceptado con la jovial afirmación del amor fati nietzscheano. Nada ni nadie va a transformar ni a gobernar, jamás, lo ingobernable. “El mundo –como escribió Wittgenstein- es todo lo que es el caso”. Durante su estancia en Puchberg, Wittgenstein replicó a un minero del pueblo, Heinrich Postl, que había expresado a éste su deseo de mejorar el mundo: “Pues mejórese a usted mismo; eso es lo único que puede hacer para mejorar el mundo”. Pero, llegados a este punto, ¿dónde queda subsumida nuestra activa condición de ciudadanos? ¿Cómo luchar y alcanzar mayor libertad y mayor justicia? ¿Con qué signos deberemos desvelar y trabajar conceptos del mundo como Ciudadanía, Constitución, Derecha, Izquierda, Diálogo, Estado, Identidad, Inmigración, Laicismo, Nacionalismo, Opinión pública, Opinión Personal, Parlamento, Paternalismo, Paz, Políticos, Progresista, Reaccionario, Pueblo, Sectarismo, Separación de Poderes, Terrorismo, Tolerancia? También aquí nos encontramos, mucho me temo, ante la presencia inevitable del enigma, de la lucha a muerte entre contrarios, y de la contradicción insalvable que puede costarnos la vida. Termino la jornada abriendo un libro de Massimo Cacciari, Profesor de Estética del Instituto de Arquitectura de la Universidad de Venecia, diputado nacional por el Partido Comunista durante dos periodos (1976-1983), y Alcalde de Venecia, desde fines de 1993, por el Partido Democrático de Izquierda. Termino la jornada y dejo una puerta abierta a cierto pensamiento que supone la posibilidad de, como explica Mónica B. Cragnolini en un artículo sobre la obra de Cacciari, “un metalenguaje a partir del cual juzgar los otros lenguajes particulares, mostrando (a la manera de Wittgenstein) los “errores” cometidos por los mismos. “Hacer visible mostrando” las diversas lecturas y los diversos lenguajes que generan la crisis del pensamiento frente a las grandes síntesis de la dialéctica. Aceptar que el así llamado “pensamiento negativo”, caracterizado generalmente como “irracionalismo”, es en realidad un intento de respuesta a esta crisis, intento que se especifica en la creación de “nuevos órdenes”. “El pensamiento negativo –comenta Cragnolini- es aquel que responde a la dialéctica hegeliana rechazando la posibilidad de las síntesis últimas. Sin embargo, esta constatación trágica de la inconciabilidad de las contradicciones no genera una respuesta puramente nihilizante, sino que da lugar a la posibilidad de nuevos lenguajes, nuevos ordenamientos, una vez desaparecidas las “grandes totalidades”. Y así, en estos términos, en Lo impolítico nietzscheano, Cacciari nos acerca a las últimas palabras (a los últimos signos del día) del absolutamente nietzscheano Humano, demasiado humano: “quien también sólo en una cierta medida ha llegado a la libertad de la razón, no puede no sentirse sobre la tierra más que como un caminante –por lo tanto no un viajante dirigido a una meta final: porque ésta no existe. Bien querrá, en cambio, mirar y tener los ojos bien abiertos, para darse cuenta de cómo proceden todas las cosas del mundo (...) debe haber en él mismo algo de errante, que encuentre su alegría en la mutación y en la transitoriedad. Ciertamente, para un hombre tal vendrán malas noches en vela (...) pero luego vendrán, como recompensa, las deliciosas mañanas de otras comarcas y de otros días (...) cuando, en el equilibrio del alma matinal, él recogerá los dones de todos aquellos espíritus libres que habitan sobre el monte, en el bosque y en la soledad, y que semejantes a él, en su manera ora alegre, ora meditabunda, son caminantes y filósofos. Nacidos de los misterios de la mañana, ellos meditan cómo es posible que el día, entre el décimo y el duodécimo repique de campana, pueda tener un rostro tan puro, tan luminoso, tan transfiguradamente sereno. Sólo espectros semejantes verán de cuando en cuando nuestros nietos, en plena luz diurna, mientras el sol entrará a través de ventanas cerradas y desde la torre, ya no negras campanas, sino jubilosos toques de tromba, anunciarán la amable hora meridiana”.

Anno Domini 2008, este 8 de marzo.

DIE STILLE VOR BACH

DIE STILLE VOR BACH

También así se cura uno, a base de imágenes, aprendiendo a mirar de otra manera, de una manera distinta, viendo la vida (la vida cinematográfica, en este caso) cronológicamente alterada, lo vital y la belleza en una nueva “estructura del andamiaje”, la continuidad de lo discontinuo viajando desnuda a través de la pantalla, en un excelente viaje, y con la ayuda inestimable de la música. Sí, también así se cura uno. Puede volver al cine (después de meses o tal vez años) y descubrir que los ojos pueden tener aún motivos para esperar cierta sorpresa. No hay que seguir, obligatoriamente, como se hace siempre (en las vidas que nos cuentan en el cine, en las almas que derivan y se enlazan), las reglas cotidianas de la trampa (ese curso autoritario del mercado), la trama de la vida cotidiana. La secuencia narrativa que parece ajustar nuestras vidas (la estructura lineal aristotélica –comenta Pere Portabella- formada por planteamiento, nudo y desenlace) queda aquí en entredicho, a la vista de todos, ignorada por inútil, nada fiable, innecesaria o falsa. Y las cosas se suceden en la historia como nunca se hacen cosas en el mundo (o más bien, quiero decir: como siempre se suceden nuestras cosas), como luego, en la noche, o aún más tarde, desmenuzados los hechos, se ocultan donde todo queda escrito, impreso: vagando en el baúl de la memoria. “Cuidar la vista”, aconsejaba terapéutico José Luis Pardo, a propósito de Die Stille vor Bach, El silencio antes de Bach, “porque al sanar la memoria esta película –añadía Pardo- resucita la imaginación individual: ser capaz de ver de otra manera es aprender a mirar lo no pre-visto, caer en la cuenta de que es posible comprender de otra manera lo que vemos y oímos, liberarse de las instantáneas que ocupan el lugar de la experiencia y la mantienen secuestrada; de manera que sale uno a la calle tras la sesión curado de algunas pandémicas enfermedades de la vista”. La película de Pere Portabella es, ante todo, un ejercicio sencillo de belleza y de inteligencia. No hay un origen preciso del mismo, un corazón cerrado o círculo que debamos aprehender para alcanzar el mensaje, un necesario final (la respuesta a la pregunta que nos hacen y que anhela impaciente la conciencia) que se brinde como extremo, terminal o desenlace. Lo visible va mostrando lo invisible, lo que no pertenece a la norma; porque, entre secuencia y secuencia, entre un plano y el siguiente, puede surgir cualquier cosa: un afinador ciego y la mirada curiosa de un perro; un camionero que habla (en un diálogo entrañable y sorprendente) y un compañero que escucha; la casa familiar de Bach en Leipzig; un mercado del siglo XIX; unos músicos que tocan en el metro con la fuerza motriz del violonchelo; un diálogo entre un hombre y un librero; un paseo fluvial por Dreden... Hasta llegar al encuadre blanco que es el fin de la pantalla, el último plano de la película. Y la música de Bach, devastadora; y también escuchamos a Mendelssohn. Hablando en términos cinematográficos, Joseph Torrell denomina a esta manera de relacionar el cambio de planos, en el cine de Pere Portabella, “la otra continuidad narrativa”; y afirma: “la progresión dramática ha sido substituida por una estructura en la que los criterios estéticos pesan más que los narrativos”. La sensación que se tiene al final de la película es la de haber transitado por un número infinito de universos. Y la voz que se escucha en la conciencia, sus variaciones y series, es un complejo coral tan múltiple y vital como la identidad personal de la que se forma parte. Así, en una visión caleidoscópica, no se abrevian ni resumen los signos emitidos, no se tiende a unificar lo complejo, no se agrupa arbitrariamente. Y por ello mismo, la historia de Pere Portabella subvierte los códigos previstos, la línea imperativa del relato. Portabella, ajeno a la contradicción (¿no serán las cosas, nos preguntamos a veces, precisamente al contrario?), construye con ello su más propio e íntimo lenguaje. Y, aunque estamos asistiendo a distintos momentos en la vida de determinados personajes parece más bien que, como decía Nietzsche, “no hay individuo, no hay especie, no hay identidad sino sólo alzas y bajadas de intensidad”. El silencio antes de Bach, en manos de Portabella, da paso, inevitablemente, a una forma inconfundible de lenguaje. Porque, como se preguntaba Pierre Klossowski a propósito de la identidad, de lo comunicable, del lenguaje, “¿de qué forma podemos hacer para saber lo que somos cuando nos callamos?”. Y añadía Klossowski: “No somos más que una sucesión de estados discontinuos por referencia al código de signos cotidianos, y sobre el cual la fijeza del lenguaje nos engaña: mientras dependamos de este código concebimos nuestra continuidad, aunque sólo vivimos como discontinuos: pero estos estados discontinuos no conciernen más que nuestra forma de usar o de no usar la fijeza del lenguaje: ser consciente es usar de ella”. No obstante, no es necesaria la profunda mirada de un cinéfilo (no es este el caso), con un minucioso bagaje teórico, para gozar de cien minutos de buen cine. La película es sencilla (insisto), la fotografía amable (azul para el sonido; blanco silencio; madera musical de un instrumento), intensa, y por ello se transforma en prodigiosa. Y, además, asistimos sorprendidos a un buen número de diálogos inteligentes. La charla entre los camioneros, de pronto, da vida a un poema inesperado, casi mágico, ambientado entre los ruidos cotidianos de una vulgar cafetería de carreteras y el lento transcurrir de los kilómetros. También el diálogo de Johann Sebastian con uno de sus hijos: “Si eres honesto, tu música lo será y estará llena de fuerza y de belleza”. Pero resulta imposible no hacer mención de la conversación que mantienen Feodor Atkine, el vendedor de pianos, con Jaume Melendres, un vendedor de libros antiguos. Si El silencio antes de Bach no escapa tampoco a cierta relación entre el cine y la política (en la alusión a una Europa llena de “espacios vacíos”, a una Europa unida –comenta Portabella- por el curso inalterable de los ríos), este aspecto encuentra su punto culminante en el citado diálogo. Aquí aparece la relación de la música con la historia reciente de Europa, el uso que hicieron de ella los nazis en las entrañas sangrientas del holocausto, el dolor insufrible y la locura que causaron en las enfermeras del hospital de mujeres de Auschwitz, la víspera de Navidad, los cantos navideños alemanes y polacos interpretados por los músicos del Lager a las órdenes del comandante Schwarzhuber. “La música hace daño”, comenta el librero al vendedor de pianos. Las enfermas gritaban: “¡Basta! ¡Fuera! ¡Queremos morir en paz!”. Y, mientras tanto, en la pantalla, sobrecogidos y atónitos, observamos cómo un piano cae del cielo, hasta chocar contra el mar, en el más absoluto silencio. Este es, sin duda, uno de los símbolos más poderosos de la película. Aunque es también aquí, en esta escena, donde el librero, citando a Cioran, acierta a describir la esencia milagrosa de la música, la fuerza evocadora de Johann Sebastian Bach, omnipresente a lo largo de toda la historia, inexplicable aún hoy, aquí entre nosotros, en pleno siglo XXI, imprescindible siempre: “Sin Bach –escribe Ciorán-, Dios quedaría disminuido. Sin Bach, Dios sería un tipo de tercer orden. Bach es la única cosa que te da la impresión de que el universo no es un fracaso. Todo en él es profundo, real, sin teatro. Después de Bach, Liszt resulta insoportable. Si existe un absoluto, es Bach. No se puede tener ese sentimiento con una obra literaria, hay textos, pero no son formidables. El sonido lo es todo. Bach da un sentido a la religión. Bach compromete la idea de la nada en el otro mundo. Cuando escuchamos su llamada, no todo es ilusión, pero Bach es el único que lo hace. Fue un hombre mediocre en su vida. Sin Bach, yo sería un nihilista absoluto”.

(A Manuel Haj-Saleh, cinéfilo, con mi agradecimiento y afecto).

CIERTA HISTORIA

CIERTA HISTORIA

Vivo en series cronológicamente autoimpuestas, series que vuelven en series que se repiten indolentes y obstinadas, series vacías de forma donde se nota la herida de una caricia imposible, lejana, y la ausencia, a la vista intolerable de los hechos, ante el juicio insoportable de lo cierto, de la vida, de la gracia y del misterio. A nadie puede importarle este diálogo enfermo, esta manera angustiosa de transitar por las nubes, coleccionando amuletos, y mostrando el interior al aire libre, hacia el público exterior (o eso parece) que anda también en sus cosas, a los últimos testigos voluntarios de una serie cronológicamente autoimpuesta, una serie que se vuelca, una experiencia tras otra, en esta serie, una serie que da paso a cierta historia. ¡Menos mal que el poeta así lo entiende, con la virtud eficaz de su oficio! Y que, evitando la razón de un sinsentido, apunta nota tras nota, en su cuaderno de notas, apurando las razones de este vicio, anunciándonos los lotes del destino, alertando a suspicaces y a elegidos. “El autor no responde –escribe Nicanor Parra en su Advertencia al lector- de las molestias que puedan ocasionar sus escritos”. Aunque, claro, no se puede, en algunas ocasiones, enfocar hacia otro lado, evitar el ejercicio que nos brinda lo que ahora nos traemos entre manos, la evidencia que hace suyo nuestro aliento; porque ya dejó constancia Wittgenstein, en su primera sentencia, de cómo debemos tratar este problema: “El mundo es todo lo que es el caso”. Y los mortales que hayan leído el Tractatus de Wittgenstein (nos advierte Nicanor en su poema) “pueden darse con una piedra en el pecho”. ¿Que todo pudo ser (o puede ser) de otra manera? ¿Que alguien o algo, de carácter sorprendente, pudo cambiar u olvidarse, agotarse o ser velado? Depende, justo ahora, de lo que estemos leyendo, desentrañando o salvando. ¿O es que hay, a estas alturas, otra forma de entender (es decir: de interpretar) los mensajes que se ocultan en los libros, las hazañas de los héroes derrotados, las partículas secretas de los versos? Uno repasa la historia, cierta historia, como una visión de conjunto, como un ejercicio de líneas que se conectan y quiebran, de columnas que dan cuerpo (o eso parece) a una serie que se pierde en otra serie, a una imagen de lugares y de encuentros. Porque, aunque el poeta lo intenta (“Ha llegado la hora –avisa Nicanor a los mortales- de modernizar esta ceremonia”), la ceremonia de conjunto es como un cuerpo, un viejo cuerpo, donde Heráclito (improvisado croupier que nos muestra los dados) da las reglas oportunas que regirán todo el juego. Y así van pasando las cosas, los hombres, las fechas, con la evidencia inocente de un devenir unitario. Y así se nos cuenta (nos contamos) una historia que se parece a otra historia conocida, a cierta historia. En El paraguas de Wittgenstein el escritor mexicano Óscar de la Borbolla va narrando las variantes accesibles de una serie, de una curiosa serie. Es la serie de la vida, cronológicamente autoimpuesta, y es la serie de los juegos cotidianos que jugamos, que nos juegan con sus artes y se juegan. Ya en la primera proposición ves tu cara reflejada en un espejo (¡tantas veces como juegues a este juego!); te adivinas, te parece estar viviendo en esta historia; te saludas a ti mismo, respetuoso, y continúas leyendo. Y escribe Óscar de la Borbolla: “1. Como la gente se conoce o no se conoce nunca, pero total a veces se enamora, suponte que la lluvia te reúne con una mujer debajo de un paraguas. Tú le dices: ¿Me permite?, y ella, indecisa y sorprendida, sopesando los pros y los contras te contesta que no, que el paraguas es suyo y que te vayas. Suponte que obedeces y te alejas brincando los charcos y que al cabo de una calle, dos calles, tres calles encuentras un techito para guarecerte y que ahí, precisamente ahí, se oculta el asesino que estaba escrito habría de matarte y que te sale al paso con aquello de la bolsa o la vida, y tú respondes que la vida, porque estás empapado y sientes frío y ganas de morirte o de pedir una taza de café muy caliente, pero como en ese zaguán no hay servicio de cafetería, pues te atraviesa con tremendo cuchillo y desde el suelo miras a tu asesino perderse con tu reloj y tu cartera detrás de la cortina de lluvia de la que sale la muchacha que no te quiso asilar bajo su paraguas, y cuando ella pasa: tú mueres”. Aunque tampoco conviene alarmarse. Las proposiciones que siguen en el cuento de Oscar, a la manera de Wittgenstein, nos muestran, enseñan, las variantes infinitas de esta serie. Y en ellas, como en otras ocasiones, tampoco la muchacha tendrá dueño, tampoco será Dios quien nos alumbre, tampoco encontraremos la respuesta (¡da igual la perspectiva o el diseño!), y el mundo se verá como es el mundo, y todo callará como hace siempre, y todo volverá a empezar de nuevo.

NI AL LOCO, NI AL MAGO, NI AL POETA

NI AL LOCO, NI AL MAGO, NI AL POETA

Tensa la cuerda. Hago mías las palabras del amigo (allá lejos, desde una tierra olvidada), pero tengo miedo de escuchar otras palabras. Son las voces, reales o imaginarias, que llegan hasta mi alma, del otro lado, y que juegan a dormir en mi cabeza como el canto de un loco extraviado que aprende a cerrar los ojos. Son las voces del dolor y de la ausencia (nacen ya muertas) que anticipan la lucidez; o es la voz de la claridad, el “don de la ebriedad”, que anticipa el conocimiento. Y si hubiera que explicar aquel poema (“Oh, claridad sedienta de una forma,/de una materia para deslumbrarla/quemándose a sí misma al cumplir su obra”) habría que callar hasta hacer daño, habría que volverse hacia el silencio hasta perder el sentido. Porque ya lo decía Claudio Rodríguez: “hablar de las palabras es perder las palabras”. Y todo se reduce a esta cadena de naufragios, simulacros y condenas. Cuerda de voces que hablan, cuerda de voces que callan... Y a cierto aprendizaje de un poeta que hace con el truco de algún mago (un truco, al fin, sin destino, sin fecha, razón o destinatario) un universo encantado. Porque también los poetas se conforman con llegar a las estrellas y apagarlas, poco a poco, con artimañas de magia. Y así, después, en lo que queda de ellas, es el polvo que ya nadie toca, la imagen interior que nos desvela; pero “entonces” (siempre) es ya muy tarde, la vida tensa la cuerda, y la lección que se aprende (a mantener los ojos cerrados, como el loco: si se aprende tan siquiera una lección tan pequeña) ya no le sirve ni al loco, ni al mago hacedor de universos, ni al viejo aprendiz de poeta. “Algunos me recuerdan –escribe Leopoldo María Panero en La canción del croupier del Mississipi), dicen/con la copa en la mano/hablando mucho,/hablando para poder existir de que/no hay nada mejor que decirse/a sí mismo una proposición de Wittgenstein mientras sube/la marea del vino en la sangre y el alma”. Y si hubiera que explicar este poema habría que callar hasta hacer daño, habría que volverse hacia el silencio hasta perder el sentido. Son las voces, reales o imaginarias, que llegan hasta mi alma. Cuerda de voces que hablan, cuerda de voces que callan. Tensa la cuerda.

ROJO

ROJO

Apenas como un juego de cortes de luz, de cortocircuitos voluntarios, que suponen, entre líneas, cierta declaración de principios, una escala o una incapacidad permanente, un desplazamiento de la sombra a la luz, de la luz a la sombra, y viceversa. “El silencio que se extiende a partir de la última palabra (nos muestra la poesía de la argentina Liliana Alemán, en su poema Wittgenstein, Italia, 1918), lo que no se entiende y se abandona y entonces surge a los ojos como un cuerpo hermoso, desnudo”. Porque “el mundo no puede ser esto”, piensa Liliana que pensaba Wittgenstein entonces, “el mundo tiene que ser otra cosa”. Y ahora, lo posible, no puede ser, eternamente, posible y permanente; la noticia de los datos no debe ser, para siempre, la destrucción dolorosa de un mundo. Para poder aplicar este programa el cuerpo se acomoda a gestos y a horarios muy estrictos, a estructuras más rígidas, y los objetos adoptan coloraciones de pureza y se vuelven homogéneos y sutiles, parecen narrar una historia, una novela fantástica, en una mezcla de soledad y belleza que acerca la mirada hacia la deseada “luz blanca”. Mientras tanto, al otro lado del espejo, otros hombres permanecen bajo la vidriera de color rojizo, en una variación (metáfora y sentido) del mito de la caverna platónica. “Imagínate –escribe Wittgenstein- un ser humano que desde su nacimiento vive siempre en una estancia en la que la luz entra sólo a través de cristales rojos. Éste quizá no se pueda imaginar que haya otra luz que la suya (la roja), considerará la cualidad roja como esencial a la luz, en cierto sentido no notará en absoluto la rojez de la luz que le rodea”. ¿Una versión mística de la vieja y ajada sociedad del espectáculo? Pero Debord abandonaba la caverna, y los medios de producción de la fiesta, en busca de luces ajenas. Apenas como un juego de cortes de luz, de cortocircuitos voluntarios, que suponen, entre líneas, cierta declaración de principios, una escala o una incapacidad permanente, un desplazamiento de la luz a la sombra, de la sombra a la luz, y viceversa. Y si vuelvo de nuevo a esta morada no consigo descansar sobre la magia que muestra la medida intuitiva, lo que quiero retener como algo mío por encima de conceptos y noticias. ¿Volver al corazón de la poesía, de la pasión extraña, para tratar de alcanzar lo inalcanzable? En Conversación con Wittgenstein, el poeta Jaime Siles utiliza también las palabras, aunque uno pudiera preguntarse: ¿Utiliza también las palabras? A su manera, conversa Siles con el filósofo austriaco: “¿Qué es lo expresado?/Esto: lo inexpresable./Porque lo inexplicable es lo único/que nosotros podemos expresar. Lo demás/como sabe muy bien/sólo es lenguaje”. Y todas las mareas de este juego, de este interrogante transparente, me hacen redimir a un extranjero (¡a mi yo perdido, a mí mismo de nuevo!) tanteando en las variantes del desierto, descuidado entre las hojas misteriosas, mientras la habitación se calla y se apagan cansadas las luces, cuando me siento seguro y suplico la llegada inesperada de la noche.

EL ÁNGEL CAÍDO

EL ÁNGEL CAÍDO

¿Quién puede justificar, ahogado en la materia de la vida, la eternidad ensimismada de una condena? Las vidas paralelas corren el peligro de cruzarse negando los modelos aceptados de la lógica matemática. Tampoco se desplazan las distancias, porque todo está cercano, muy a mano, y huele a cercano, y sabe a cercano, y los sentimientos se dilatan en el alma con una exactitud tan dolorosa que apenas si resisten las palabras. Hay un tiempo que se pierde para ganar otro tiempo, dudoso, que no significa nada. Y hay que intentar abolir lo que uno ha sido, inventar otra condena, para poder seguir vagando, insoportable, entre seres intangibles y entre sombras. Volver a intentar la resurrección de un muerto no deja de tener su lado cómico, su extraña sensación de espejo esclavo que ha vuelto a la senda del crimen, que ha sido juzgado y condenado, y que ha cumplido su merecida condena porque nada ni nadie (no lo olvidemos: se juega con reglas compartidas) puede parar esta rueda. Sólo queda confiar en los milagros, abrazar una fe desconocida que silencie los latidos alterados, la inquietud de la mirada cansada, la impaciencia de un cuerpo destrozado en busca de una paz inanimada. Cuando se vive así de nada sirven las palabras (ni antes servían tampoco, pero estábamos engañados por la incierta imposición de los conceptos), hay un silencio muerto, que ni siquiera roza el límite, y que se conforma con aplazar los tiempos en busca del placer de alguien que duerme. El poeta Juan Rodolfo Wilcock (en Poesie, Milán, Adelphi, 1980), muestra cómo en el lugar apropiado, en el calor de la cabaña, Wittgenstein observa y me acompaña llamando a la noche abierta, a la luna o al círculo perfecto en la voz que lo construye y lo alimenta, solar como los soles imposibles en la máscara serena del poema: “Termina de limpiar con el trapo enjabonado el piso de madera tosca; como ha terminado de llover, enjuaga la ropa lavada y la cuelga en un hilo de acero inoxidable en el fondo de la casita de ladrillos pintados con cal. Sobre la hornalla hierven las papas; es mediodía. Mañana vendrá el viejo que trae el correo y las provisiones. El hombre agrega media cebolla a las papas. Desde la ventana mira el valle y calla, como siempre. Y desde esa cabaña donde ahora el hombre cose el botón de una camisa, el mundo desciende hacia el mar en lentas ondulaciones herbosas, entre las colinas y los lagos de la isla, ignorando absolutamente que no es sino la red verde del lenguaje en la que se envuelve la nada”. Mientras tanto, ahogado, el ángel caído cruza la autopista en llamas, la brisa contagiosa de alientos inservibles, la masa almacenada y humillada de todas las almas arruinadas. Y la dignidad del hombre se confunde con el ritmo acelerado de otros hombres, con el viento de la historia sinsentido que se anuncia en miles de pantallas decoradas, en el fulgor de la magnífica tecnología, en la tormenta de fuego y de ceniza que anuncia una sequía, imperdonable, de proporciones míticas. Ya no llueve aquí porque el llanto, exteriorizado, ha suplantado el sentido divino de las aguas. Ya no llueve porque todo el cuerpo es agua, agua corrompida, agua estancada, y los pantanos vacíos dejan ver las torres de los viejos templos olvidados, sumergidos en el curso de la historia, anegados por la ciencia y por la técnica, para enseñar a los hombres y a las sombras que hubo otra imagen detenida, otra fe inservible y misteriosa que se perdió con el tiempo, y que salen de la nada los fantasmas, que se aprestan confiados al combate, mientras el ángel piensa o dibuja en las palabras con la tinta poderosa de la sangre. ¿Quién puede justificar, ahogado en la materia de la vida, la eternidad ensimismada de una condena? La vida se confunde con el tiempo cuando todo es pasado. La vida se confunde con las sombras cuando el ángel, invisible, vuelve de consumir nervioso la esencia de una droga milagrosa.

(A María Papetti, que también da vueltas en la rueda).

WEB 2.0

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Era tan sólo una de las múltiples máscaras que proyectaba el espejo universal de la pantalla. “Blogueamos como monos desvergonzados sobre nuestras vidas privadas, nuestra vida sexual, nuestros sueños vitales, nuestra falta de vida o nuestras segundas vidas (Second Life)”. Andrew Keen, The cult of the amateur. Y nos mirábamos en ella como en otras visiones anteriores, escandalizados o al margen, aunque más inquietante resultaba aquella otra imagen que el propio Keen rescataba de una cita de Kafka, y que mostraba a un nuevo ser a los mandos de la nueva maquinaria, a un nuevo ser extraño pero familiar al mismo tiempo, a un nuevo ser naciendo al servicio de la nueva tecnología, sumido en el silencio: “No tengo memoria de las cosas que he aprendido, ni de las que he leído, ni de las cosas experimentadas u oídas, ni de las personas, ni de los eventos; siento como que no he experimentado nada, aprendido nada, que en realidad sé menos que un párvulo promedio de la escuela, y que lo que sé es superficial, y que cada sutileza está fuera de mi alcance. Soy incapaz de pensar deliberadamente; mis pensamientos se detienen como frente a un muro. Alcanzo a comprender la esencia de las cosas en soledad, pero soy incapaz de pensar coherentemente, sin trabas. Ni siquiera puedo contar una historia con propiedad; de hecho, apenas hablo…”

ALEGRÍA

ALEGRÍA

Ella, por ejemplo, entre las múltiples fotografías incendiadas contra paredes blancas, en la Peña de Juanito Villar, junto a la playa de La Caleta, mirando con ganas el escenario, vacío, imaginándose a sí misma desempolvando el aire, la contingencia del color en cada una de las formas, la voluntad sonora del silencio. Y luego, más tarde, en la Cátedra de Flamencología, donde la Perla de Cádiz, junto a la cárcel vieja. Y entonces recordé que, en una ocasión, navegando por la red, me encontré con Ludwig Wittgenstein (¡el antropólogo!) en Jerez de la Frontera, “de la frontera étnica a la frontera estética”, un trabajo de Jean-Marc Sellen; pero que entonces fue Rosset, Clement Rosset, quien le dedicó verdadera atención a esta manera peculiar de enfrentarse con la muerte: “Que la intensidad de la alegría sea directamente proporcional a la crueldad del saber –decía Rosset-, es, sin duda, una verdad de carácter general. No obstante, me es grato subrayar aquí que esa verdad encuentra en España un campo de expresión privilegiado, especialmente en el cante flamenco... y lo es precisamente porque siempre viene acompañada por el brillo que le da a contrario el sentimiento cruel de lo irrisorio propio de toda existencia, lo que la pone al abrigo de toda complacencia o compromiso... Exaltando la alegría de vivir, no olvida que ésta nunca será más que una resistencia milagrosa a la muerte”. Y yo no sé si ella lo sabía o apenas lo intuía, como en otras ocasiones, porque no bajaba para nada y para nadie de su nube. Y allí seguía, incandescente, aferrada a su cuerpo y a su alma, manto de ojos que danzan, viento de manos que arañan, dueña del baile.

MISTERIO

MISTERIO

Volvía a menudo a las cosas del arte como quien regresa a una cabaña desconocida o acaricia un campo de ortigas conteniendo la respiración. “A diferencia de la técnica –leía ahora a Francisco Calvo Serraller-, el arte negocia con la ineficacia, porque mientras aquélla explota el mundo, éste sólo pretende explorarlo”. ¿Y qué se veía de nuevo observando al detalle las cosas del arte? A propósito del dramaturgo norteamericano Robert Wilson, Calvo Serraller añadía: “Ver más allá de lo que habitualmente se ve y contar con lo que socialmente se considera inservible es, sin duda, la única forma de entrar en contacto con el misterio, que se oculta entre lo aparente y cotidiano”. ¿Un nuevo y brillante certificado de minusvalía? ¿Una visión privilegiada de la línea quebradiza del acantilado? Y abandonaba en silencio la cabaña (el lugar de la sombra y de la noche) alejando de un manotazo a los viejos fantasmas, olvidando lecciones y cuentos fantásticos, sorteando los campos poblados de ortigas. Convencido del peligro y de la fuerza de los ojos y los cuerpos imantados, asustado por la magia de visiones y versiones del misterio.

REMIX

REMIX

¿Saber de la razón de tu sinapsis y adivinar quién eres? ¿Dudar de la ecuación de tu hipocampo, de la versión superviviente de una imagen, y de toda la apariencia que aún recuerdas? Pero yo me inclino más por utilizar los conceptos alejados de todo contexto, juguetes científicos que apenas si comprendo y que nunca me ayudan demasiado a descifrar el jeroglífico. Ante el intenso acoso darwiniano, extremo y matemático, acabo apareciendo invulnerable, casi insensible. Y la vida que amontono en los estantes, a la contra o a la espera del futuro, apenas si se muestra en el desorden, oscura y excitante, cumpliendo su función de dato inútil. Como escribe Peter Handke: “Cada detalle parece ya esclarecido para la opinión, parece haberse convertido en una mancha blanca. Cada vez más ámbitos del universo se han convertido, por pura información, opinión, noticia, nuevamente en manchas blancas”. Y uno escribe aquí sus manchas blancas, inmaculadas y blancas, para dar buena cuenta de ello. Aunque el científico concede que aún no lo sabemos (“no nos importa saber qué es la Drosophila o el mono, sino qué somos nosotros”), no parece que asintamos, con los datos aún calientes en las manos, demasiado convencidos. Y por ello tratamos de escribir lo inexplicable, ahora, como ayer, y como siempre, “como si uno tuviera que recuperar de la información absoluta todos los ámbitos de la vida (y sigo aquí con la cita de Handke) y resucitarlos para los demás mediante la escritura”.

***

La metafísica pop de Franco Battiato. A cierta pregunta mal planteada, una pregunta carente de todo sentido, Battiato responde: “Preguntarme si creo en la reencarnación es como preguntarme si creo en la vida. No es algo racional, pero lo comprendes al mirar los ojos de un niño. He visto niños viejos de dos mil años”. Y uno no puede dejar de imaginar, observando ensimismado en el parque de los juegos infantiles, rodeado de mocosos que giran agitados como locas peonzas, que esas diminutas criaturas, esas apariencias energéticas manchadas y marcadas de arena y de alegría, no son más que la imagen extranjera de un ejército de veteranos de la vida.

***

En la vida, nada se parece tanto a esta engañosa sensación de calma. No se trata aquí de que nada falte, en mi interior o en el triste espectáculo de los escaparates; ni de que todo se mueva a mi alrededor sin intención declarada, sin apenas sentido. ¿Cómo puedo, cuando me asalta la duda, llegar a comprender la intensidad adictiva de este brillo? A veces miro en la voz crepuscular de la inactualidad nietzscheana, o quizás buceando mucho más hondo, en el duro mar de las imágenes, de la música o de la fotografía; pero tampoco así acabo nunca por estar demasiado cerca. Más bien se trataría, creo yo, de acometer con acierto un ejercicio de estilo para esta situación inesperada. Y es entonces que me asaltan algunas preguntas: ¿dominaría con ello las reglas extrañas de este juego? ¿Hundiendo, quizás, en las raíces, entre versiones de escombros, mujeres y medusas? ¿Aparentar que vivo compartiendo la apariencia, alegre o despistado, y gozar del cigarrillo? (Hundiendo en las raíces de su entorno, acelerando el vuelo, hasta alcanzar exhausto, me digo, atacado por cierta versión del Parkinson, un simulacro de amnesia).

***

“El día que se torea crece más la barba –recuerda Juan Belmonte, a través de la prosa sencilla de Manuel Chaves Nogales. Es el miedo –dice Belmonte. Sencillamente, el miedo”.

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Antes de comprender la profunda intensidad de todo aquello consiguió imaginar un lago verde, desierto, cubierto con hojas amarillas, y un hermoso acoplamiento de extrañas criaturas, rizos perfectos, curvas y gestos. Pero el titular del periódico le mostró la realidad con la cruda omnipotencia de un dios secreto. “El celoso –decía David Grossman- es aquel que construye un paraíso para ser expulsado de él”. Y él hubiera preferido no leerlo, y mantenerse al margen, y seguir absorto en el éxtasis de las líneas del paisaje. Para no desvelar el pacto, la deuda contraída, y el duro peligro que corría, él, inventor del cielo, ejemplo de aguafiestas, demiurgo del otoño.

***

Intentó faltar a la verdad, a pesar de lo mucho que esperaba de ella. Las noticias, sin embargo, más allá de los pequeños trastornos domésticos, no eran buenas. Él, algo embriagado, hubiera escrito: “estoy contento de que te interpusieras en mi camino”; pero el crimen no admitía, en honor a la verdad, andarse con juegos o metáforas. Nada que sonara a falso, a mentira, a falta de afecto; nada que sonara a nada fuera de contexto. Y él sentía la obligación de ser real, real por un momento (And what can I tell you my brother, my killer, What can I possibly say?), cuando el verdadero crimen se había cometido a tan sólo unos cientos de kilómetros (¡Mi madre no existe –gritaba aún el asesino-, mi madre no existe!). Y él deseaba poder explicárselo a todos y explicárselo a sí mismo, como quien muestra las pruebas inequívocas de un diagnóstico infantil equivocado; como quien vive todavía trabajando (intercambiando) herramientas de la infancia.

NOTEBOOK

NOTEBOOK

Si no resulta posible explicar las cosas y sólo resulta aconsejable describirlas para su propia conveniencia (para ellas mismas, por ejemplo, para su propio bien, para nosotros mismos), o para un aconsejable e improbable intento de entendimiento; para una colección como elementos distintivos en un cuaderno de notas o en un proceso iniciático de aprendizaje de etiquetas y elementos en la función selectiva de un entomólogo; de una lista posible de herramientas comunes (teclado, pinzas, anillo de alfileres, álbum de fotos) a utilizar por un obstinado coleccionista de mariposas; para una próxima lectura colectiva en la nocturna eternidad de los vacíos cósmicos o en las horas que provocan los mejores efectos del sentido común (una lucha de gigantes, en este caso, de Antonio Vega, poeta) sobre las cosas comunes; en la historia que se presta, como una autopista ficticia, o como inútil biografía de un universo extranjero, violento, de impertinentes idiotas; como un arquitectónico “modelo para armar” (¡siempre Cortázar!) en construcción infinita, casi exclusiva, y etcétera, y etcétera, y etcétera…

Y es el fuego que cautiva a las palabras en la eterna cavidad de las heridas; esa mancha alternativa de tabaco en la capa protectora o gabardina del detective Colombo; en la marca de energúmenos mistéricos o en el mapa de ciudad sin cuerpo exacto edificada a partir de la gramática; en la triste oposición de letras tristes sobre alguna superficie cegadora, incómoda, magnética; para no tener que renegar del mundo, de este mundo, del universo entero… Y, ante todo, y sobre todo, y así se entiende esta historia, no renegar de uno mismo…

Y todos los libros comienzan con una cita:

De todas las parábolas que ofrece Wittgenstein sobre la naturaleza del filosofar, una de las más enigmáticas es ésta:

“Si me siento inclinado a suponer que un ratón surge por generación espontánea a partir de harapos grises y polvo, estará bien que acto seguido examine meticulosamente esos harapos para ver cómo pudo esconderse en ellos un ratón, cómo pudo llegar allí, etc. Pero si estoy convencido de que un ratón no puede surgir de estas cosas, entonces quizá esta investigación sea superflua. Pero debemos primero aprender a entender qué es lo que en filosofía se opone a semejante examen de los detalles”.

“Semejante examen”, ¿de qué clase es? ¿Y que es lo que se le “opone”, i.e., qué se le opone en filosofía? Es un examen que expone las convicciones propias, el sentido que uno tiene de lo que debe y de lo que no puede ser el caso; por tanto requiere la derogación del sentido que se tenga de necesidad, para descubrir necesidades más verdaderas. Para hacerlo así, he de adentrarme en el estado mental donde me siento “inclinado a suponer” que es posible que esté ocurriendo algo que tengo por imposible. Lo que significa que he de hacer el experimento de creer lo que tengo por prejuicios, y considerar la posibilidad de que mi propia racionalidad no sea más que un conjunto de prejuicios. Es preciso que esta actividad constituya una perspectiva dolorosa. Y es probable que lleve a posturas ridículas. Pero no más ridículas que la postura de buscar explicaciones en una región donde uno no siente la inclinación a suponer que puedan encontrarse. (Podríamos llamar “académica” a esta otra actividad.) –Por tanto soy yo, tal y como me encuentro, quien se opone a un tal examen de los detalles en filosofía. En filosofía, oponerse ha sido siempre una distinción de honor. Pero sentirse aliviado por eso sería perder el punto en cuestión, pues significaría que uno se imagina exento del miedo y dolor que naturalmente se oponen a una filosofía seria. La “psicofobia”, he aprendido en un texto psicoanalítico reciente, significa tanto “miedo a la propia vida interior” como “miedo a los fantasmas” (Bertran Lewin, The Image and the Past, p. 25): Lo mismo puede motivar la intelectualidad que la anti-intelectualidad. Y la filosofía puede ser el fruto, o una ocupación fundamental, de cualquiera de los dos miedos. (Pongo en relación lo que acabo de llamar “la derogación del sentido de necesidad” con lo que en “The Avoidance of Love” llamo “la derogación de nuestro sentido de lo ordinario”; e.g. pp. 316 y 350).

(Stanley Cavell. Reivindicaciones de la Razón).

Si no resulta posible explicar las cosas (¿recuerdan?), tampoco debemos excedernos en el intento de descripción de ellas mismas. Las cosas, los objetos, en numerosas ocasiones, muy a menudo, se explican perfectamente por sí mismos. Y si acaso alguno duda puede intentar enfrentarse abiertamente, sin complejos, a determinadas cuestiones filosóficas. Por ejemplo: ¿Se imaginan ustedes juntos, en una discusión metafísica, a Wittgenstein, Lewis Carroll, Groucho Marx y Bertrand Rusell?).

Y todos los libros comienzan con una cita:

Wittgenstein: Repito que la cuestión no está bien planteada. Hay toda una familia de usos para el término “filosofía”. De todos modos, mi principal objetivo ha sido clarificar, mostrar cómo pasar de un pedazo de absurdo disfrazado a algo que es claramente absurdo. Los malentendidos, como he insistido siempre, deben ser curados si queremos estar libres de ellos.

Groucho: ¿Es algo parecido a curar jamones?

Rusell: Esa pregunta indica, creo, que usted sabe bastante bien de los que está hablando el señor Wittgenstein.

Groucho: Poco a poco con el palo de la autorreferencia, Berty. Ya no estamos en el ascensor. Entiendo lo que quiere decir Ludwig, pero la mayor parte de los asuntos filosóficos que os sacáis de la manga son tecnicismos, buscar tres pies al gato. ¿Y las grandes cuestiones, el sentido de la vida, la muerte de Dios, los restos de las reposiciones de mis películas en televisión?

Rusell: Más vale un progreso real sobre el sentido de la confirmación y la probabilidad, sobre la naturaleza de la lógica y la ley cinética, sobre el reduccionismo, la inteligencia artificial y la explicación intencional, por ejemplo, que mucha charla vacía sobre las grandes cuestiones. Las grandes cuestiones, al menos las que importan, siempre están ahí. Unas veces resultan clarificadoras por las respuestas a las pequeñas cuestiones, otras veces, no. Cuando no, sin embargo, tampoco sirve de nada escuchar a los pontificadores nebulosos discursear sobre ellas. Es preferible reconocer valientemente nuestra ignorancia.

Groucho: Calma, Berty. Sin esos nebulosos pontificadores, tú y yo estaríamos en paro, o peor aún, seríamos abogados.

(John Allen Paulos, citado por Andoni Alonso y Carmen Galán en Los laberintos de la razón: el lenguaje como paradoja).

Si no resulta posible explicar las cosas, ciertas cosas, no parece fuera de lugar intentar, al menos, una nueva aplicación del método. Dejar a un lado el posible fundamento del sistema (¡diablos!, ¿qué sistema?) y dedicarse, como aconsejaba Ludwig a los buenos amigos, a una actividad verdaderamente más provechosa. Alicia está en el país de la maravillas, o eso dicen; y si quieren enfrentarse a determinadas cuestiones (¡allá ustedes con su conciencia, luego no vengan con cuentos!) aquí les dejo la solución a tanto acumulado desaliento, la pasiva desazón con que alimento las mejores herramientas de este juego (¿…?), y los días soleados y marcados como flores que se secan en un bosque, o en la señas de intrincados laberintos que se muestran en los Parques de Atracciones. ¡Hagan juego, señores, hagan juego! Y no pierdan su tiempo (¡imprescindible!) luchando con estas preguntas. Las cartas están marcadas desde hace tiempo. Y todos los libros comienzan con una cita:

“Ahora bien, ¿por qué dijo Wittgenstein que el descubrimiento importante era el que le permitía dejar de hacer filosofía siempre que él quisiera? Parece que es decir algo muy extraño. Sería absurdo decir, por ejemplo, que el descubrimiento musical más importante es el que te permite dejar de hacer música cuando lo deseas. ¿Por qué habrá dicho que el descubrimiento importante en filosofía es uno que te permite dejar de filosofar?”

(Anthony Kenny. El legado de Wittgenstein).

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“Sólo puede hacerse una cosa: obrar lo mejor posible y seguir trabajando”.
Ludwig Wittgenstein

EL CUADERNO GRIEGO

EL CUADERNO GRIEGO

Más de lo mismo.

La continuación (o no) de das Mystische:

EL CUADERNO GRIEGO

DESPEDIDA Y CIERRE

Un pequeño problema técnico y el convencimiento de que todo ya estaba dicho, de que el lenguaje, aquí al menos, estaba completamente agotado, propiciaron el arrebatado portazo y el cierre definitivo de esta pagina. Abro ahora, únicamente, para agradecer de corazón a todos los que me acompañaron durante estos años. Supongo que compartiremos noticias, más adelante, ¡quién sabe! Mientras tanto, mi más sincero agradecimiento para todos los lectores de esta página que ahora cierra, ya sí, definitivamente. Un fuerte abrazo y ¡hasta la próxima!

THE BLUE FLOWER...

…IN THE LAND OF TECHNOLOGY

Obsesión.

Como en la cita de Wittgenstein con la que se abre, inesperadamente, La verdad en el espejo, de Rocco Ronchi:

“¿No enigmática es la llama quizá por ser impalpable? Quizá, pero ¿por qué la impalpabilidad la hace enigmática? ¿Por qué lo impalpable tiene que ser más enigmático que lo que se puede tocar? A menos que lo sea porque queremos aferrarlo.”

Aferrarlo. Aferrar la llama de lo impalpable. Pero sin olvidar que lo palpable, lo que podemos tocar y tenemos delante, también resulta enigmático. ¿Dónde termina, entonces, la vida privada y entra en liza, poderosa, la filosofía?

Y, sin embargo, tan imposible de aferrar a veces como lo impalpable. Nada más difícil, casi inaccesible y, además, aunque hubiese tan sólo una pequeña posibilidad de acercamiento, tampoco resultaría aconsejable.

Hemos recibido ciertas dádivas que juegan y danzan ante nosotros como objetos del azar insobornable o como dioses libres. Tras las máscaras del baile de carnaval, como bestias enanas, han ocultado su verdadero rostro; pero una vez abierta la Caja de Pandora todo es posible. Es como esa realidad asesina (la nuestra, la de todos los días) que se ha colado intempestiva en los sueños neobarrocos de los teóricos del cyberpunk y de los nómadas digitales. ¿Florituras posmodernas para explicar la ignorancia, la tragedia, el hambre? “El turismo geográfico y de identidades –nos recuerda José Luis Molinuevo en La vida en tiempo real, La crisis de las utopías digitales- se enfrenta ahora a la evidencia de la amargura de las migraciones y del exilio”. Y, más adelante: “Junto a la paranoia de la seguridad está la soledad, propiciada por esa misma movilidad de los afectos, todo cambia, nadie está seguro de nadie”.

¿Cómo responder, entonces, a esta terrible amenaza? ¿Con qué versión de nosotros mismos que no nos parezca vulgar, trasnochada?

¿Comportándonos acaso como un monstruo de maquinaria totalitaria y engrasada? ¿Como un animal hijo de puta? ¿Elegantes (imposibles) como una rosa azul de Alejandría?

Al final, cita el profesor Molinuevo al William Gibson de Mundo espejo y al don especial de Cacey, la protagonista, que afirma segura de sí misma: “sólo tenemos la administración del riesgo”.



***

La cura

Ti proteggerò dalle paure delle ipocondrie,
dai turbamenti che da oggi incontrerai per la tua via.
Dalle ingiustizie e dagli inganni del tuo tempo,
dai fallimenti che per tua natura normalmente attirerai.

Ti solleverò dai dolori e dai tuoi sbalzi d'umore,
dalle ossessioni delle tue manie.
Supererò le correnti gravitazionali,
lo spazio e la luce per non farti invecchiare.

E guarirai da tutte le malattie,
perché sei un essere speciale,
ed io, avrò cura di te.

Vagavo per i campi del Tennessee
(come vi ero arrivato, chissà).
Non hai fiori bianchi per me?
Più veloci di aquile i miei sogni
attraversano il mare.

Ti porterò soprattutto il silenzio e la pazienza.
Percorreremo assieme le vie che portano all'essenza.
I profumi d'amore inebrieranno i nostri corpi,
la bonaccia d'agosto non calmerà i nostri sensi.

Tesserò i tuoi capelli come trame di un canto.
Conosco le leggi del mondo, e te ne farò dono.

Supererò le correnti gravitazionali,
lo spazio e la luce per non farti invecchiare.

Ti salverò da ogni malinconia,
perché sei un essere speciale ed io avrò cura di te ...
Io sì, che avrò cura di te.

Franco Battiato

(Gracias a Fabrizio Ferri, de La Cosa Humeda, aquí en castellano).

 

MÍSTICO

“Es de hecho una sangre seca –escribe Marsilio Ficino-, espesa y negra la que produce la melancolía o bilis negra, que llena la cabeza con sus vapores, seca el cerebro y oprime sin descanso, día y noche, el alma con tétricas y espantosas visiones… Es por haber observado este fenómeno por lo que los médicos de la antigüedad afirmaron que el amor es una pasión cercana al morbo melancólico. El médico Rasis prescribe así, para curarse de él, el coito, el ayuno, la embriaguez, la marcha…”

Lo recuerda Giorgio Agamben a propósito del Eros Melancólico, enfermedad de filósofos, artistas y poetas.

Y yo lo traigo aquí para mostrarle a alguien (a alguien posible, ausente) que anduvo en ello enfocando desarregladamente; que nombró sin nombrar y sin poderse desprender de cierto peso; que nada apuntaba allí ni a Paracelso ni a Jacob Böhme; que lo observado no era más que la visión de un hombre herido, de un hombre derrotado.

Si la mística, para Juan de la Cruz, es la “llama del amor viva”, la ciencia del amor de lo que se puede amar (¿tocar?, ¿abrazar?), aun a sabiendas de que jamás será conocido por el pensamiento; y para Wittgenstein lo místico supone la delimitación correcta de lo decible y lo indecible, la constatación de que Dios no se manifiesta en este mundo, ¿a qué vino entonces esa confusión sin cuento?

El desarreglo, a veces, desde su cátedra de acción ingobernable, sonríe insatisfecho, y analiza su cabeza desnuda, que se parte en dos mitades. ¡He aquí la solución al enigma!, añade dando voces (lo que equivale a: ¡este tío es un autentico majadero!), y el mundo sigue girando.

Queda al menos (por si puede servirle a alguien) la intervención final, ajustada a derecho, de Giorgio Colli, que traigo aquí también, ahora, para evitar confusiones, es decir, para evitar maledicencias, en defensa de la palabra “pía”, de la palabra mancillada:

“Hoy como ayer la palabra místico no suena bien: al recibir esta denominación nuestros rostros se sonrojan o se ensombrecen. La buena sociedad de los filósofos no admite entre sus miembros a quien lleva tal nombre, y, por razones de etiqueta, lo proscribe. Hasta los más libres, como Nietzsche o Schopenhauer, rechazaban este nombre. Y sin embargo místico significa únicamente iniciado, el que ha sido introducido por otros o por él mismo en una experiencia, en un conocimiento que no es el cotidiano, que no está al alcance de todos”.

Así esperamos algunos que no pregunten más por este nombre, tan duro y transparente como cualquier nombre, o incluso mucho más duro y mucho más transparente que cualquier otro nombre.

Además, por si alguien pudiera aún dudarlo, Colli concluye:

“También el racionalismo es místico. En definitiva, se trata de reivindicar místico como epíteto honorífico”.

Y del amor, bajo el calor de los pinares griegos, mejor ni hablamos.

***

Apariciones y desapariciones. En Palos de la Frontera, a escasos metros del Monasterio de La Rábida, me entero de que Colón, antes de iniciar su particular descubrimiento, contó con la ayuda inestimable de cierta información privilegiada. Aunque no por ello, o quizás precisamente por ello, dejo yo de regresar al viejo poema de Agustín García Calvo, como hago siempre que soplan vientos colombinos, ese poema que nos cantaba Chicho Sánchez Ferlosio, con voz quebrada, en mañanas soleadas de invierno.

Horas más tarde, ya en Huelva, en la librería Saltés, confundo inexplicablemente a García Baena con Juan Cobos Wilkins (¡qué le vamos a hacer, un cruce más de cables!) y escapo después a la carrera con un ejemplar bajo el brazo de Derrida, un egipcio, pequeña joya de Peter Sloterdijk donde éste contextualiza y descontextualiza a partir de la obra del pensador neoegipcio, francoargelino o judío. Momentos antes de publicar Místico encuentro allí un nuevo ejemplo de la clase de alboroto que provoca la mención de la dichosa palabra. Y apunto aquí la experiencia, definitivamente, volviendo sobre una llama que, gracias a la lluvia, se apaga suavemente.

“Así, se defendió cortés y claramente –comenta Sloterdijk a propósito de Derrida-, cuando fue necesario, contra la tentativa de Jürgen Habermas, que ambicionaba hacer de él un místico judío. Y señaló con una ironía sutil, en respuesta a esa identificación incómoda: ‘Tampoco exijo, por lo tanto, que me lean como si fuera posible situarse frente a mis textos en un éxtasis intuitivo, pero sí que sean más prudentes en las puestas en relación, más críticos en las transposiciones y en los desvíos por contextos a menudo muy alejados de los míos’.”

Por lo demás, distintas tradiciones del transporte acaban depositándome de nuevo en casa.

¿DESDE EL HADES?

El sujeto del conocimiento no existe. ¿Acaso puedo yo saberme más acá del límite sin conocer las justificaciones del ojo orgánico o del ojo geométrico?

Si el sujeto del conocimiento no existe (cuando intentamos apresarlo cambia rápidamente) siempre podemos canjearlo por cierto objeto, mucho más desarrollado, del conocimiento. Aunque, en honor a la verdad, en este caso, nada informará de su estado o del paradero actual del ejemplar descolocado.

Sabiduría pop, así, soberanamente (también a regañadientes), me lo hace saber todos los días: tú lo llamarás cursilería, dice, pero yo lo llamo idealismo (trascendental, eso sí, pero idealismo); tú lo llamarás literatura, pero todo el mundo lo llama, quizás de forma exagerada, solipsismo. “Él es el ojo que todo lo ve y por nadie es visto”, escribe Wittgenstein en el Tractatus. Y más concluyente aún: “Si el mundo es idea, no es idea de ninguna persona”.

Interesados en el asunto pueden echar un vistazo, si lo desean, a Pienso, luego no existo, de Pilar López de Santamaría. Aquí encontrarán la materia prima de la que se nutre esta nota, así como versiones, visiones y acercamientos sobre la suerte imposible del sujeto. Lástima que al final, en las últimas páginas, se nos prive de alcanzar la sabiduría o, cuanto menos, la suave picazón de algún misterio. Y es que el nuevo ejemplo de intersubjetividad social que plantea Strawson apenas si aporta nada a la incógnita que, sin embargo, ésta sí, deambula despistada por todas nuestras representaciones. Una lástima, ¿no creen? Hay que ver cómo son estos modernos analíticos. ¡Con lo bien que nos estaba quedando el retrato!

No obstante, si de verdad quieren disfrutar con la visión descarnada de un objeto del conocimiento, deben ustedes andar muy atentos. Hoy en día, si algo caracteriza a los objetos del conocimiento es su movilidad constante, algo excesiva, multiplicada por una velocidad imposible y una actividad o acción que, aunque intuimos también inasible, nunca deja de sorprendernos.

Ahí tienen, si acaso dudan, al Buda que escapa del fuego tras el sueño engañoso de las apariencias. (“A caballo Buda huye en la soledad”, escribe Colli).

O al doncel con dálmata del hermoso poema de Juan Antonio González Iglesias (“Sus insonorizadas/zancadas de nike air extralimitan/a los contemplativos”), que se atisba contra el muro del templo (de Salamanca, suponemos) y desaparece corriendo río abajo, de pronto, impulsado por la técnica y el viento.

LOW COST

Si no puede ser el espacio de la filosofía, que sea, al menos, el espacio del aprendizaje de la filosofía.

Si me alimento de historias divertidas, la historia de la filosofía no deja de ser una historia verdaderamente divertida. Es la historia de una humanidad tragicómica, extraña, expatriada de sí misma. Una tribu incansable que se interroga por el viaje, irresponsable, y que se sabe como parte inaccesible del propio equipaje.

Me llevo a mí mismo, por lo tanto, y a mi débil ser dogmático. Cuando empieza el viaje uno pide, más o menos, los mismos dones y los mismos aires tópicos de siempre. A saber, que el viaje sea largo, muy largo, y que sea generoso en aventuras; que las mañanas de verano sean muchas, casi infinitas, y que Itaca se insinúe en el camino. Pero el Poseidón del siglo XXI es un monstruo sin cabeza que haría enmudecer al mismísimo Konstantinos Kavafis. Ulises se extravía en las versiones, en la inmensa variedad de las versiones, y todo cuanto acude a su llamada no hace más que anticipar su anunciado destino. Además, con la proliferación de las líneas de bajo coste el viaje acaba transformado en pesadilla. ¿No se han topado nunca, extraviados en la terminal 3 o en la terminal 4, con la especie sublime del filósofo semáforo? Es lo que tiene viajar en líneas de bajo coste. ¡Si uno se da de frente con Slavoj Zizek puede dar por acabado el aprendizaje! Dice el esloveno: “La filosofía siempre ha sido dogmática. En todo caso es un malentendido. Aristóteles malinterpretó a Platón, Marx a Hegel y Hegel a Kant. ¿Platón? Los de Platón son los diálogos más falsos de todos. Consisten en alguien que habla y otro que a cada rato dice: ¡Por Zeus, estás es lo cierto!”.

Jugar al juego de los malentendidos no era lo previsto en un principio. Si Aristóteles, y luego Marx, y Hegel, malinterpretaron en sus lecturas, ¿qué no hará este ingenuo outsider atrapado entre absurdos Lestrigones y bestias Cíclopes?

ANIMALITOS, LOCOS Y ESCUPITAJOS

Me lo pregunta, insistente, la cara del espejo: ¿de qué color oscuro son esos dientes? Y, a propósito, ¿por qué diablos debería el ejercicio de la razón obligarnos satisfactoriamente a una vida razonable? Además, razonable, ¿para quién? ¿Para mí mismo, acaso, para el Estado, para los habitantes de la estación orbital Mir, para el bueno de mi padre? Éste es un espacio de utilidad pública, eso seguro, y debo intentar explicarlo.

Imaginemos, por ejemplo, a Sergio García, un buen jugador de golf (o eso dicen). Sergio está agotando sus bazas durante la penúltima jornada de uno de los torneos más importantes de las Series Mundiales. De pronto, en el hoyo 13, Sergio falla un putt, un golpe sencillo y asequible. Como parece lógico (a mí, al menos, así me lo parece), Sergio se mosquea un poco y, tras el bogey correspondiente, escupe con fuerza en el centro del agujero. Es decir, en el centro del agujero del hoyo número 13. ¿Lo entienden? Una cámara de la NBC lo graba todo; en nuestro mundo moderno siempre hay una cámara que lo está grabando todo. Inaceptable, dicen al instante, este comportamiento resulta inaceptable. Y todo el mundo se lleva las manos a la cabeza. ¿Es ésta una conducta razonable?, preguntan a Tiger Woods. “No, claro que no –responde categórico-, yo nunca he hecho eso”. Sobresaliente el Tigre. ¿A que ahora sí que lo entienden?

Locura filosofal, de Nigel Rodgers y Mel Thomson, da cuenta de los numerosos escupitajos que, según criterio de los propios autores, lanzaron a lo largo de su vida un prestigioso grupo de acreditados filósofos. Así, podemos observar estupefactos las alocadas andanzas de Nietzsche por las raves de Bayreuth, a Foucault en los baños públicos o en las saunas de San Francisco, a Wittgenstein entre niños y entre las vacas de Trattenbach. ¿Y qué creen ustedes que estamos viendo? Pues vemos, como no podía ser de otra manera, el espíritu y el cuerpo enfermizos de Federico, el placer y el vicio sadomasoquistas de Michel, el solipsismo y la egolatría violenta de Ludwig. Vamos, ¡lo que todos, más o menos, ya sabíamos! Y no sólo esto. La investigación (o cámara espía de la NBC) de Rodgers y Thomson, alcanza también a (vayan tomando nota) Rousseau, Schopenhauer, Russell, Heidegger y Sartre. ¡Animalitos! ¡Por fin sabremos con quién perdieron su virginidad, a quién le jodieron la vida, y dónde guardan sus videos pornográficos!

Animalitos, sí; animalito máquina. Yo también soy un vocoder. Y vivo bajo las ruinas del viejo imperio Austrohúngaro. Es decir, habito en el centro de un agujero donde cualquiera planta su fértil y magnífico escupitajo. ¡Maravilloso escupitajo el de Hidrogenesse! “Sentimentalmente –afirma Genís Segarra- somos antiguos”. Y, desde esa sentimentalidad tan antigua, desde esa impaciencia militante (impaciencia contra la estupidez, ya lo saben), todo baila y navega entre sombras y pistas animales. Me lo pregunta insistente la cara del espejo: ¿sólo se debería poetizar la filosofía?

En Después de Nietzsche (y estoy haciendo ahora inventario de los días), Giorgio Colli nos recuerda el poderoso y atractivo poder de la mentira. ¿Por qué resulta decadente la escritura, la filosofía?, se pregunta el filósofo italiano. ¿Existe alguna expresión humana que armonice con la naturaleza? Los objetos nacientes, aquí abajo, en el submundo informático, tampoco nos decimos las cosas a la cara; cuerpo a cuerpo, cara a cara. Y lo que queda reflejado en la pantalla no es más que otra representación (más novedosa si quieren, más virtual y tecnológica) de una espléndida mentira.

“Cuando Nietzsche nos habla –escribe Colli-, nos convence del poder de la mentira en la religión, en la filosofía, aparece como un gran liberador. Tendríamos que haber entendido gracias a él que cuando un hombre se exhibe ante un público, cuando un individuo se expresa con palabras, con sonidos, con colores frente al presente y la posteridad, somos siempre espectadores de una comedia, jamás se tratará de algo sano, serio, transparente. Si lo que se quiere son otras cosas, la salud, la naturaleza, la verdad, lo límpido y lo auténtico, habrá que eliminar toda interpretación. Habrá entonces que condenar a la filosofía, y no sólo a lo que lleva propiamente este nombre, es decir un cierto discurso retórico escrito, sino también el poema de Parménides o los aforismos de Heráclito, porque también éstos eran interpretación”.

En la respuesta de Colli a la antigua pregunta veo mi rostro envejecido, en el espejo, o una sola parte de él incierta, incógnita. “La mentira es el instrumento de la voluntad de poder –concluye el filósofo-, pero la voluntad de poder no es mentirosa”.

VIAJES ESPECIALES

Vivir en la biografía de otro. Asumir sus pasos como si éstos fueran los pasos propios, pasos comunes, pasos decisivos. Acudir a ello con la duda evidente de si estaré allí, desafiante, porque necesito urgentemente de ese estado de ánimo, o porque ése es mi propio estado de ánimo. Un juego incompleto (ahora lo sabemos) para una larga vida completa. Una araña de vidrio, transparente, para una telaraña virgen e insatisfecha. Contra el estado de ánimo siempre, contra el estado de ánimo. Sorprendido de que otros, justo al lado, pierdan el tiempo comentando el mundo.

Y luego, pasado un tiempo, la suave decisión de la locura. Primera elevación del cuerpo, sobre el virus material de la vergüenza, sin apenas ayuda de herramientas; primera educación de la filosofía sin la necesidad, ¡jamás!, de magisterio. Porque cuando Wink, nuestro extraño profesor austriaco, nos habla de la locura, de la intensa posibilidad de la locura, no está jugando, como hacen otros, a hacerse el loco: la locura, bien sabe Witkinstein, es una contingencia, una amenaza. Y, si nada ni nadie lo remedia, uno acaba comiendo golosinas de su mano. ¿Se necesita un grave trastorno para abrazar su insistencia, o sirve con uno más pequeño, elemental, casi mínimo? Un loco entonces, ¿a tiempo parcial, ilustrado, civilizado, a tiempo completo?

En especial me gusta (dado mi estado actual) este magistral apunte:

“Puesto que cuando escribes te parece difícil decir que quieres verme, ¿por qué deberías verme? Quiero ver gente que quiera ver; y si llega el momento (y quizá llegue pronto) en que nadie quiera verme, creo que no veré a nadie”.

A menudo tengo esta sensación o, cuanto menos, una muy parecida. Creo que voy a vivir el resto de mis días con muy poco, con sólo lo justo y necesario. O que acabaré corriendo la maratón como un atleta desesperado.

Después de las visiones compartidas, nuestro extraño profesor austriaco sufre una irradiación sorprendente, definitiva, que anuncia la llegada inesperada de un Mesías y que, veloz y eficaz como nadie, corre a compartir con sus discípulos:

“Hoy podría dar una nueva regla que nunca se haya aplicado, y aun así fuera comprendida. Pero, ¿sería eso posible si ninguna regla se hubiera aplicado jamás?”

Pero, lo que realmente me hace perder por completo el contacto con la realidad, lo que me obliga de verdad a cruzar esa incierta y engañosa línea, a seguir una regla, es cuando Wittgenstein, inspirado, anticipando los datos nefastos del actual proceso de globalización económica, señala a los culpables verdaderos de nuestro crimen moderno:

“Podría ser que la ciencia y la industria, y su progreso, fueran lo más perdurable del mundo moderno. Quizá cualquier especulación acerca de un inminente hundimiento de la ciencia y la industria sea, en el presente y en un futuro a largo plazo, un mero sueño; quizá la ciencia y la industria, habiendo provocado infinitas calamidades en el proceso, unirán al mundo; quiero decir que lo condensarán en una sola unidad, en la que la paz será lo último que encontremos. Pues la ciencia y la industria deciden las guerras, o eso parece”.

¡Qué cosas! Un mundo condensado en una sola unidad, en la que la paz es imposible, dice nuestro profesor austriaco. Nada más lejos de nuestra tranquila y virtuosa realidad, ¿no creen? ¿Quién no diría, según esta declaración irresponsable, que Wittgenstein no sufría de alucinaciones?

Lo más enigmático, sin embargo, lo más importante que heredará nuestro futuro después de todo esto, de nuestro andar haciendo y deshaciendo los caminos, a pesar (o por ello mismo) de la ciencia y de la industria y su progreso, será un misterioso rastro que nadie acertará a descifrar con éxito, un símbolo sin fondo o un signo sin medida que muy pocos, casi ninguno, percibirán con sentido.

Hay muestras inquietantes, pegajosas, definidas con infames etiquetas, que se evaporan como gas en el aire. Yo mismo, por ejemplo, soy una muestra particular de mi especie, una muestra deficiente, de acuerdo, pero no informo absolutamente de nada. ¿Me señalarán acaso como prueba concluyente de que nada podrá salvaguardarse? Clifford D. Simak lo expresó poéticamente:

“Sin embargo, a pesar de las mesuradas conclusiones, hay aún algunos que ven en el hombre un antiguo dios, un viajero procedente de alguna tierra mística o de otra dimensión, que vino a este mundo, se quedó entre nosotros, y nos ayudó y volvió al fin a su lugar de origen”.

Por otra parte, poco a poco, casi sin esfuerzo, se me va quedando cara de idiota.